MUJERES INVISIBLES
Por Carolina Roco
La gente camina de un lado a otro buscando comprar algo. Cualquier cosa. Comprar es terapia, dicen. En el baño de mujeres, las señoras se miran al espejo antes de seguir la travesía de sobrevivir al stress de los centros comerciales.
En el baño no se ve rastro de suciedad. Los vidrios están impecables y el piso brilla, pero ninguna de las mujeres que se encuentra allí lo nota. Pasan con rapidez, el baño es sólo una parada más antes de seguir comprando, bebiendo café o tomando helados.
A quien le importa quien limpia ese lugar. A nadie le interesa realmente quien pasa la mayor parte de su día metida allí. Mientras disfrutamos del aire acondicionado del mall, la señora Carmen limpia baños. Con el traje azul y el olor a cloro en los guantes verdes. Invisible.
Lleva dos meses ahí. Ha visto pasar a millones de personas, pero nadie la ha visto a ella. Toda la vida se dedicó a ser nana, pero quedó cesante y su marido se enfermó. No hubo otra opción que buscar cualquier trabajo. “Cuando se enferma el jefe de hogar, la carencia de dinero se hace fuerte”, explica mientras pasa un trapero por el suelo. El miedo ante la “crisis” la obligó a terminar limpiando los baños del Mall Plaza Vespucio. “En estos tiempos ya no tienes opción. Hay que trabajar, ya no puedes estar regodeándote por el trabajo”.
Mira con calidez, pero responde con pena, como rendida. “La plata ya no vale nada en este país” lanza de repente, mientras se mira a si misma en el reflejo del piso. Durante media hora, han pasado unas veinte mujeres. Ninguna la ha saludado. De verdad parece que no existiera. Una señora entra al baño. “No tiene confort”, dice la dama en voz alta. Carmen reacciona inmediatamente: “¿no tiene?, lo vamos a cerrar al tiro”, pero la mujer ya está demasiado lejos para oírla.
Sus ojos pardos se mezclan con las arrugas de su rostro, en su piel canela, en sus años de trabajo. Sus guantes verdes esconden sus manos gastadas. Pero su desesperanza no puede disimularse con nada. Suspira y repite lo difícil que es vivir con el mínimo, en cómo todo ha subido mientras que ella sigue ganando lo mismo. “Hay que trabajar nomás y ponerle cariño a lo que uno hace, aunque no te guste”, dice despacito, como para convencerse.
Su sueldo no alcanza ni para darle las gracias. Menos para darle de comer a su familia, a sus hijos, a sus nietos o pagar un tratamiento decente para su marido.
Se acomoda su traje azul. Le queda grande. Quizá fue de otra mujer que se dio por vencida en plena batalla, cansada de ser un fantasma entre tanto movimiento. El tiempo para ella corre distinto, porque mientras los consumidores piensan en qué compararan, ella piensa en como sacarse la cresta para juntar más plata. “Hay que ponerle el hombro nomás chiquilla, aguantar”.
Me da un beso en la mejilla para despedirse y me abraza fuerte como si quisiera agradecerme por algo. Sus ojos brillan, me lanza una sonrisa que casi oculta su cansancio. Casi. Le sonrío también, esperando que sirva de algo, pero sabiendo que en verdad no servirá de nada.
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