DESORDEN EN LA VÍA PÚBLICA
El sábado 17 de este mes se realizó el Gay parade en las calles del paseo Bulnes. Si bien, el evento no llenó el boulevard santiaguino, sí logró meter harto ruido durante las 6 horas que duró la parada homosexual.
Qué habría dicho don Manuel Bulnes de ver espectáculo semejante moviéndose en forma de masa en el paseo que lleva su nombre. Qué cara habría puesto de ver a la variopinta multitud que se agolpó a lo largo de la calle para participar en la segunda versión del "Gay parade" realizada en Santiago de Chile. Sí, Chile, ese país ultraconservador que en cualquier momento se nos cae al Pacífico.
-Don Manuel –le hubieran dicho- esto es pluralismo.
Desde la estación del metro La Moneda se observaba el arcoiris venir, con niñas de la mano de otras niñas, y hombres besando las bocas de otros hombres. "Qué atroz", hubiera dicho mi abuela de haber visto aquello en medio de la parada, porque de esas apenas conoce la militar de los 19 de septiembre. Estos eventos con distintos nombres, todos apellidados “parade” –en inglés, claro, en español es mucho menos cool-, se toman espacios urbanos para hacer fiestas a vista y paciencia de toda la ciudad.
A lo largo del paseo, flameaban las banderas del Móvil - Movimiento de Integración y Liberación Homosexual- el ente organizador del evento de la mente abierta. Junto a ellas, banderas de siete colores que representan la diversidad y la integración; cerca del primer escenario, múltiples cámaras que captaban el momento, de las que algunos lolos se alejaban para mantenerse en el anonimato sexual. El segundo escenario, dispuesto a metros de la calle Tarapacá y más atrás, llegando al parque Almagro, el tercero y último dispuesto sobre un bus. A las dos de la tarde sonó la primera canción que le dio un aspecto de disco gay a la tarde dominical del centro de Santiago, con una multitud que crecía mientras pasaba la hora, venerando a gogo dancers que bailaban en las alturas.
A cada paso caían del cielo volantes de fiestas, locales, moteles, y uno que otro calendario rosado con la foto de un musculoso en pelotas… literalmente. Juan Pablo, funcionando como guía turístico, saludaba cada dos pasos a gente conocida o desconocidos por desconocer. Niñas de todos colores, niños que lo apretaban fuerte al abrazarlo. Caminar una cuadra tomaba cerca de diez minutos al lado de su popular presencia, porque en el fondo, todos se conocían un poco, por toparse siempre en los mismos lugares, las mismas fiestas vespertinas, las tardes en el Parque Forestal, las recurridas visitas a los lugares comunes de los cuales los jóvenes gays se apropian, haciendo lo suyo algo pintoresco digno de captar en una cámara turista.
El orgullo gay tocado a todo volumen, gritado a la cara de los transeúntes que se toparon con el espectáculo a dichas horas. A los lados, vendedores callejeros, ambulantes, los mismos que a la salida del recital te venden el cintillo, el sticker, la chapita o el llavero, hoy vendían banderitas arcoiris a trescientos pesos, IVA incluido, las que se agitaban en el aire cada vez que la música lo ameritaba.
Por el paseo circulaban, tal como si fuera una pasarela, travestis acicalados con plumas y pantalones muy apretados, que de verlos, mi madre hubiera invocado varias veces a Dios, Jesús o a la Virgen María. Al pasar a su lado, miraban coquetos –o coquetas-, lanzaban besos y no se molestaban de posar para las cámaras de quienes participaban en la parada y pisaban el suelo cubierto por latas de cerveza aplastadas y botellas que iban de un lado a otro en medio del baile.
Bailando en todas direcciones, los cuerpos rozaban otros cercanos, moviéndose en masa, con cajas de vinos que pasaban de mano en mano y de boca en boca, igual que cigarros, pitos y otras cosas. Un desorden que en otro contexto habría sido penalizado por los mismos carabineros que hoy resguardaban la jarana de los diversos sexuales frente a La Moneda.
Y porque, como dijo el travesti encargado de animar a la multitud, “nada es eterno, sólo el mariconeo”, puntualmente a las 8 se desenchufaron las consolas para mandar a la masa diversa de regreso a los hogares, o, en su defecto, a continuar la fiesta en la discoteque Blondie; la masa que durante una tarde le gritó a la cara su homosexualidad a los paisanos que hubieron de cruzarse con el carnaval europeo, made in Chile, mientras de seguro, don Manuel se revolvía en su tumba.
-Don Manuel –le hubieran dicho- esto es pluralismo.
Desde la estación del metro La Moneda se observaba el arcoiris venir, con niñas de la mano de otras niñas, y hombres besando las bocas de otros hombres. "Qué atroz", hubiera dicho mi abuela de haber visto aquello en medio de la parada, porque de esas apenas conoce la militar de los 19 de septiembre. Estos eventos con distintos nombres, todos apellidados “parade” –en inglés, claro, en español es mucho menos cool-, se toman espacios urbanos para hacer fiestas a vista y paciencia de toda la ciudad.
A lo largo del paseo, flameaban las banderas del Móvil - Movimiento de Integración y Liberación Homosexual- el ente organizador del evento de la mente abierta. Junto a ellas, banderas de siete colores que representan la diversidad y la integración; cerca del primer escenario, múltiples cámaras que captaban el momento, de las que algunos lolos se alejaban para mantenerse en el anonimato sexual. El segundo escenario, dispuesto a metros de la calle Tarapacá y más atrás, llegando al parque Almagro, el tercero y último dispuesto sobre un bus. A las dos de la tarde sonó la primera canción que le dio un aspecto de disco gay a la tarde dominical del centro de Santiago, con una multitud que crecía mientras pasaba la hora, venerando a gogo dancers que bailaban en las alturas.
A cada paso caían del cielo volantes de fiestas, locales, moteles, y uno que otro calendario rosado con la foto de un musculoso en pelotas… literalmente. Juan Pablo, funcionando como guía turístico, saludaba cada dos pasos a gente conocida o desconocidos por desconocer. Niñas de todos colores, niños que lo apretaban fuerte al abrazarlo. Caminar una cuadra tomaba cerca de diez minutos al lado de su popular presencia, porque en el fondo, todos se conocían un poco, por toparse siempre en los mismos lugares, las mismas fiestas vespertinas, las tardes en el Parque Forestal, las recurridas visitas a los lugares comunes de los cuales los jóvenes gays se apropian, haciendo lo suyo algo pintoresco digno de captar en una cámara turista.
El orgullo gay tocado a todo volumen, gritado a la cara de los transeúntes que se toparon con el espectáculo a dichas horas. A los lados, vendedores callejeros, ambulantes, los mismos que a la salida del recital te venden el cintillo, el sticker, la chapita o el llavero, hoy vendían banderitas arcoiris a trescientos pesos, IVA incluido, las que se agitaban en el aire cada vez que la música lo ameritaba.
Por el paseo circulaban, tal como si fuera una pasarela, travestis acicalados con plumas y pantalones muy apretados, que de verlos, mi madre hubiera invocado varias veces a Dios, Jesús o a la Virgen María. Al pasar a su lado, miraban coquetos –o coquetas-, lanzaban besos y no se molestaban de posar para las cámaras de quienes participaban en la parada y pisaban el suelo cubierto por latas de cerveza aplastadas y botellas que iban de un lado a otro en medio del baile.
Bailando en todas direcciones, los cuerpos rozaban otros cercanos, moviéndose en masa, con cajas de vinos que pasaban de mano en mano y de boca en boca, igual que cigarros, pitos y otras cosas. Un desorden que en otro contexto habría sido penalizado por los mismos carabineros que hoy resguardaban la jarana de los diversos sexuales frente a La Moneda.
Y porque, como dijo el travesti encargado de animar a la multitud, “nada es eterno, sólo el mariconeo”, puntualmente a las 8 se desenchufaron las consolas para mandar a la masa diversa de regreso a los hogares, o, en su defecto, a continuar la fiesta en la discoteque Blondie; la masa que durante una tarde le gritó a la cara su homosexualidad a los paisanos que hubieron de cruzarse con el carnaval europeo, made in Chile, mientras de seguro, don Manuel se revolvía en su tumba.
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